¿Cómo se lo decimos a Fernández?

Hoy es un gran día para la literatura argentina. Jorge Fernández Díaz, uno de los tantos escritores al que el gobierno excluyó del Salón del Libro de París por sus inclinaciones opositoras, se desquita de la mejor manera. En lugar de quejarse por la injusticia de la exclusión, decide regalarnos una gran pieza de ficción, un drama que combina la noble tradición del folletín con los todos los ingredientes de un Blockbuster hollywoodense.

La historia transcurre en un país de gente buena y generalmente razonable. Dice Fernández:

Hay un enorme consenso nacional … superávit fiscal y comercial, peso competitivo, ahorro de reservas, economía mixta con un Estado presente y, a la vez, con un ágil clima de negocios, política exterior independiente, pero no aislada, confluencia entre el campo y la industria, y seguridad jurídica. Un desarrollismo sano que radicales, socialistas, macristas, peronistas, kirchneristas e independientes estarían dispuestos a suscribir. Sólo quedan fuera de estos anhelos sensatos sectores ultraconservadores en una punta e izquierdismos radicalizados en la otra: esas franjas extremas no representan hoy a casi nadie.

(El lector que no pueda creer que la literatura nacional sea capaz de alcanzar semejantes cotas de perfección puede chequear que Fernández no está solo.)

Pero claro, en una historia que comienza tan bien, no puede faltar un Malo que rompa con este clima idílico. En este caso, se trata de un oscuro hechicero de largas patillas, un aprendiz de brujo cuyo oscuro pasado ya daba para sospechar:

[El aprendiz de brujo], que ya había convalidado el cepo y un blanqueo que ni los narcos se atrevieron a aceptar, propuso esta vez una maxidevaluación. Con esta curiosidad: si es exitosa se trasladará a los precios y dañará fuertemente los salarios, lo que llevará a un fuerte conflicto social. Si en cambio fracasa, tendrá a los precios y a los salarios en niveles nuevamente parejos, por lo cual habrá hecho todo este gasto en vano.

En otras palabras, el plan del hechicero patilludo parece perfecto: si su maxidevaluación es exitosa, causará estragos inenarrables en el salario de los trabajadores; si fracasa, el tesoro nacional habrá perdido en vano miles de piezas de oro, en interés de quién sabe qué oscuros intereses. Parece que esta vez, sí, los malos ganan. Pero a no desesperarnos; al final de esta primera entrega, Fernández nos brinda un rayo de esperanza: existe una posibilidad de evitar el abismo, de recuperar la armonía y la tranquilidad perdidas sin perder reservas ni tocar salarios. El problema es que esa solución requiere despertar a la enigmática monarca de esa Comarca idílica, que está momentáneamente hechizada por el malvado hechicero. Para la gente razonable, para los miembros de esa amplia coalición de radicales, socialistas, macristas, peronistas, kirchneristas e independientes que solo deja afuera a unos cuantos ultraconsevadores e izquierdistas irredimibles, la pregunta es cómo llegar a la bondadosa dama e informarle de los diabólicos planes del hechicero que ha tomado bajo su magnánima protección:

¿Cómo explicarle que lo contrario [del aprendiz de brujo] no son la derecha neoliberal ni los lobos de Wall Street? Porque ése es el gran truco que ha logrado instalar el ministro de las patillas…

¿Lograrán los bondadosos (pero algo tímidos) miembros de esa amplia coalición de radicales, socialistas, macristas, peronistas, kirchneristas e independientes despertar a la enigmática dama y convencerla del riesgo que se ciñe sobre la Comarca? ¿O acaso el malvado hechicero podrá llevar adelante sus planes diabólicos, dejando un legado de destrucción y muerte a su alrededor? En la mejor tradición de la épica hollywoodense, Fernandez nos plantea una historia de desenlace absolutamente imprevisible…

(Continuará… cuando vuelva de comprar dólares)

La Sarlo schmittiana

Beatriz Sarlo está leyendo a su Carl Schmitt y su Chantal Mouffe: la política contiene un componente inevitable de disenso, y por mucha predisposición al diálogo que podamos mostrar, a la hora de la verdad siempre va a haber que tomar decisiones que favorezcan a algunos a expensas de otros. En la vida hay que elegir, como se dice por ahí.

Por supuesto, podemos optar por desplazar la ideología del debate público eligiendo candidatos (o pontífices; Sarlo también leyó a su Strauss) que resaltan su simpatía y «buena onda» en lugar de hablar de política o ideologías. Pero relegar la ideología no es hacerla desaparecer, e incluso puede resultar contraproducente, porque nos lleva a ignorar las inevitables posiciones ideológicas de los candidatos que votamos. Es como comprar vino fijándonos únicamente en la botella o la etiqueta –con el agregado que después tenemos que tomarnos hasta la última gota.

En ese punto, Sarlo tiene toda la razón. Pero aquellos que estamos a favor de un país más integrado al mundo y que queremos un mayor rol del mercado en la economía no podemos dejar de notar que el artículo de Sarlo enfrenta dos limitaciones importantes. En primer lugar, si Sarlo hubeira leído a un tipo que no sé si habrá leído a Schmitt pero conocía bien a Arrow (lo que viene a ser lo mismo), no podría dejar de notar que la política es multidimensional: el disenso político puede tomar múltiples formas, muchas de las cuales no tienen nada de ideológico. Como enseña el maestro Pierre, la oposición entre peronismo y antiperonismo es precisamente eso: un clivaje eminentemente político, pero basado en diferencias de forma y estilo antes que en diferencias políticas sustantivas. El peronismo representa a los pobres, pero no necesariamente su ideología y sus intereses, y lo mismo cabe decir del radicalismo y la clase media.

Más importante aún, la desaparición de la ideología del debate público obedece, en buena medida, a que en la Argentina de hoy hay una ideología hegemónica contra la cual ningún candidato quiere (ni puede) ir públicamente, porque dicha ideología ya está apropiada por el gobierno nacional. Como progresista no kirchnerista, Sarlo podrá señalar (con razón) que el kirchnerismo no ha implementado las ideas platónicas de dicho progresismo, sino unas sombras bastante difuminadas y a veces muy poco claras de las mismas. Pero los que somos un poco más aristotélicos no podemos dejar de reconocer que el kirchnerismo ha hecho mucho, dentro de lo políticamente posible, por implementar las políticas más caras al progresismo vernáculo: reivindicación de los organismos de derechos humanos, juicios a los militares, modelo económico heterodoxo, ruptura con el FMI, reestatización de YPF, Aerolíneas y las jubilaciones, discurso «contrahegemónico», ley de medios, matrimonio igualitario, ley de muerte digna… Ha habido algunas contradicciones, por supuesto (ley de glaciares, hacerse los sotas en el tema de los qom, acuerdo con Chevron, nombramiento de Milani), ¡pero qué quieren! La política es así, se hace lo que se puede, y además, ¿qué progre no hubiera firmado con los ojos cerrados si antes de 2003 le hubieran ofrecido un gobierno que hiciera sólo el 50% de eso? En otras palabras: si sos Yupanqui no podés jugarle de igual a igual al Barcelona; tenés que ensuciar un poco el juego para que la diferencia se note menos. A los que no compramos el discurso hegemónico, en el fondo nos conviene que la ideología esté un poco relegada del debate público.

el posmodernismo en la política

Para el posmodernismo, todo es discurso, y toda verdad es relativa; pero esa misma afirmación constituye una pieza de discurso, que por ende debe ser leída posmodernamente, es decir, irónicamente. Como señala Umberto Eco,

I think of the postmodern attitude as that of a man who loves a very cultivated woman and knows he cannot say to her, «I love you madly», because he knows that she knows (and that she knows that he knows) that these words have already been written by Barbara Cartland. Still, there is a solution. He can say, «As Barbara Cartland would put it, I love you madly.» At this point, having avoided false innocence, having said clearly that it is no longer possible to speak innocently, he will nevertheless have said what he wanted to say to the woman: that he loves her, but loves her in an age of lost innocence. (Eco, Postscript to The Name of the Rose, London, Harcourt Brace Jovanovich, 1983/84, p. 67)

En otras palabras,  toda afirmación posmoderna encierra dos mensajes, uno obvio y visible, el otro irónico e implícito (y desencantado). En el ámbito de la política, ello es positivo porque pone un freno a las ideologías absolutistas que tanto daño hicieron durante el siglo XX: adoptar una actitud posmoderna no implica carecer de ideología, pero sí ser consciente de los límites de toda ideología y de todo proyecto político. Como Martín Caparrós viene repitiendo últimamente, el relato kirchnerista le parece muy lindo, pero por eso mismo él «no se lo puede creer». En otras palabras, Caparrós es demasiado posmoderno para ser kirchnerista. Y lo mismo vale para Beatriz Sarlo, o para Pola Oloixarac.

Pero el discurso posmoderno en política también entraña riesgos, ya que nunca faltan los que toman la referencia a Barbara Cartland como una cita erudita, como una forma de realzar el valor de la expresión «I love you madly». Como lo advierte el propio Eco,

Thus, with the modern, anyone who does not understand the game can only reject it, but with the postmodern, it is possible not to understand the game and yet to take it seriously… There is always somebody who takes ironic discourse seriously. I think that the collages of Picasso, Juan Gris, and Braque were modern: this is why normal people [sic] would not accept them. On the other hand, the collages of Max Ernst, who pasted together bits of nineteenth-century engravings, were postmodern: they can be read as fantastic stories, as the telling of dreams, without any awareness that they amount to a discussion of the nature of engraving, and perhaps even of collage (p. 68).

En el campo de la política, ello se traduce en los Horacio González, que son lo suficientemente inteligentes para advertir que el discurso posmoderno de que «todo es discurso» tiene una importante cuota de verdad (y si no, ahí tenemos a «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», «Pierre Menard, autor del Quijote«, o «La biblioteca de Babel»), pero no tanto como para advertir que esa cuota de verdad también se aplica al propio discurso posmoderno. Tomado en sentido literal, el posmodernismo en política conduce al mayor de los cinismos, porque el discurso del «todo es discurso» conduce a juzgar a todos (y a todas) exclusivamente por lo que dicen, y jamás por lo que hacen; al fin y al cabo, en un mundo donde todo es discurso, el «hacer» es un componente discursivo más, y por ende solo puede ser entendido y juzgado en términos discursivos. Se impone entonces la política de «lo que importa es la actitud», la incesante competencia por posicionarse adecuadamente en términos del relato, que es, en definitiva, lo único que importa.

¿Kirchnerismo? No necesariamente; uno también puede pensar en los born again Christians del Partido Republicano, como se puede ver en este excelente post. Montoneros y fundamentalistas evangélicos tienen mucho, quizá demasiado, en común. Al fin y al cabo, una perspectiva posmoderna, para la cual el discurso es todo, no puede pasar por alto que las semejanzas estructurales en el plano discursivo son mucho más importantes que las innegables diferencias en el contenido de dicho discurso.