Hace unos días terminé de leer Why Dominant Parties Lose, un excelente libro sobre porqué el PRI mexicano logró sobrevivir por siete décadas –incluyendo dos serias crisis económicas en 1982 y 1994–, y por qué finalmente Fox triunfó en las elecciones de 2000. Pero más allá del caso mexicano, el libro da muchas ideas para pensar la política argentina, y entender por qué el kirchnerismo ha sido tan exitoso políticamente, a pesar de tantos errores no forzados.
El argumento central es que los partidos dominantes –o sea, los partidos que logran sostenerse en el gobierno por décadas celebrando elecciones razonablemente limpias, como la Democracia Cristiana en Italia, el LDP en Japón, o por supuesto el PRI– se sostienen en el poder por tres razones básicos. Primero, ocupan el centro del espectro político. Segundo, el control del aparato estatal les otorga un acceso privilegiado a recursos materiales con que otros partidos no cuentan. Y tercero, pueden recurrir al fraude o la violencia de manera selectiva para hacer más difícil el trabajo de la oposición.
Hasta acá, sólo una descripción acertada del kirchnerismo. Lo realmente original del argumento de Greene radica en cómo esa combinación de factores influencia las estrategias de la oposición. Normalmente, cuando el partido gobernante está ubicado en el centro del espectro político (y el kirchnerismo lo está, porque en Argentina el espacio político está corrido muy a la izquierda), entonces la oposición tiene incentivos para moverse al centro, como hizo el laborismo con Tony Blair en 1997, o la Alianza con la convertibilidad en 1999. Pero ello no es posible si el partido gobernante monopoliza el acceso a los recursos del estado, porque eso le permite ofrecer algo que no está al alcance de la oposición. En consecuencia, los políticos opositores tienen dos alternativas: dejarse cooptar por el oficialismo, o diferenciarse moviéndose a los extremos. El problema es que sólo los políticos opositores con preferencias ideológicas muy intensas están dispuestos a irse a los extremos, y el resultado es que los votantes terminan considerando, con razón, que la oposición no es una alternativa de gobierno porque sus líderes son demasiado extremistas o demasiado intransigentes.
En suma, el secreto de los partidos dominantes no radica en ocupar el centro del espacio político, sino en expulsar a la oposición hacia los extremos, lo que convierte al partido dominante en la única alternativa de gobierno «razonable», lo que a su vez induce a la oposición a dejarse cooptar o irse a los extremos, etc. Y eso explica cuatro características centrales de la política argentina durante los últimos años. La primera es por qué la oposición parece congénitamente incapaz de ofrecer una alternativa política que sea a la vez distinta (i.e., alejada del centro) y viable (i.e., no tan lejos del centro). Segundo, da cuenta de por qué al kircherismo parece no irle tan mal cuando se acercan las elecciones: mucha gente a la que le gustaría votar contra el gobierno de repente encuentra que no hay muchas alternativas. Tercero, explica por qué la amenaza más seria al kirchnerismo proviene de un insider que entre otras cosas avaló la manipulación de estadísticas cuando fue jefe de gabinete –y por qué Massa no se presenta como la oposición, sino como la continuación de «lo bueno» que hizo el gobierno. Y por último, da cuenta de por qué los candidatos del PRO, el único partido cuyos candidatos tienen ideas realmente distintas a las del resto, no hablan de política sino de rosarios y estampitas, o de lo buena onda que son. Para los que creemos que el país necesita una alternativa liberal, la mala noticia es que si no queremos +á de lo mismo, nos vamos a tener que seguir tragando a Gilda, a los globos, a las estampitas del Papa y al discurso insoportablemente qualunque de Gabriela Michetti.